domingo, 27 de octubre de 2019

TP N° 13: diálogo entre un japonés y un inquisidor

Trabajo Práctico Metafísica / Lunes 28 de Octubre 2019

nota: a entregar impreso en la cátedra hasta el miércoles 5 de noviembre.


De "Un diálogo acerca del habla (Sprache)-Entre un Japonés y un Inquisidor (M.Heidegger)-"
En Heidegger, De camino al habla. Págs. 77 a 140.

Tesis 1: El habla (el lenguaje) es la casa del ser, dice Heidegger, metafóricamente. Los japoneses, por su parte, dicen necesitar de los conceptos de la estética occidental para asir algo como arte y poesía japonesa, y en ellos un acceso a la verdad. Heidegger inquiere sobre esa presunta necesidad de los conceptos, y advierte que de ser así se estaría rebajando la propia dignidad del habla extremo oriental. Y con ello dificultaría o imposibilitaría la posibilidad de un diálogo entre el Japonés (J) y el Inquiridor (I). Lo que intentaba el diálogo era decir lo esencial del arte y de la poesía japonesa. Y la lengua del diálogo, forzadamente europea (el alemán), destruía incesantemente la posibilidad de decir lo que estaba en cuestión. Cuando nombré al habla (Sprache) como la casa del ser, con poca fortuna –dice Heidegger-, estaba diciendo que el hombre en tanto habla vive en el requerimiento del ser; y los europeos vivimos en una casa muy diferente que la de los japoneses. Un diálogo de casa a casa resulta, pues, casi un imposible, concluye el inquiridor aquí. Pero tanto mi maestro (el conde Kuki, en los años 20) vino aquí a estudiar con usted, y dialogaba excitantemente, y esos diálogos pivotaban en torno al habla y al ser. Efectivamente, responde Heidegger, ya en 1915 (con 26 años) en mi trabajo de habilitación (para obtener la venia docente) trabajaba el tema de “La doctrina de las categorías y las significaciones en Duns Scoto” (reuniendo tempranamente habla y ser). “Doctrina de las significaciones” nombra tradicionalmente el ser de lo existente, y “doctrina de la significación” quiere decir la gramática especulativa, la meditación metafísica sobre el habla en su relación con el ser, apunta Heidegger. Esas relaciones entre habla y ser, sin embargo, eran aun algo opacas. Le tomó quizá por eso doce años de silencio hasta que publicó Ser y Tiempo (1927), dice el japonés. No hay que olvidar que desde esta magna obra filosófica le revolución del pensar el ser heideggeriana instituyó al tiempo (die Zeit) como el horizonte de comprensión del ser (das Sein). Pero la relación habla-ser (y tiempo) se mantenían aun allí en un segundo plano, dice el japonés. Pero estaban allí presentes, replica Heidegger; ya desde 1921, añade, en que di el curso (Ausdruck und Erscheinung) Expresión y Manifestación, ya me aproximaba a preguntas acerca de la poesía y del arte. Era la época del expresionismo; y, más aún, incluso antes de la Primera Guerra Mundial, cuando era estudiante leía la poesía de Hölderlin y Trakl (en relación al decir poético), dice el filósofo de Friburgo. Y antes aún, en el verano de 1907, me topé con la cuestión acerca del ser, en forma de disertación de Franz von Brentano, el maestro de Husserl, que lleva por título “De la significación múltiple de lo existente según Aristóteles”, fechado en 1862; y  ése, añade, fue mi primer hilo conductor a través de la filosofía griega durante los años del liceo. Y quizá usted, dice Heidegger, como profesor de literatura alemana, que conoce y aprecia particularmente la obra de Hölderlin, se le confirme un verso del poeta en la cuarta estrofa del himno el Rhin: “Pues tal como comenzaste, tal permanecerás”. Aquí yace el nudo inextricable e inconsútil que une el ser y el habla en el decir originario de la poesía (de Hölderlin).
Antítesis 1: Franz Rosenzweig, es el autor contemporáneo más revolucionario en relación al vínculo entre hablar y ser (y tiempo) cuando establece la tesis del pensar dialógico. Este judío alemán, un poco mayor que Heidegger, ha sostenido en su obra magna, La Estrella de la Redención (Der Stern der Erlösung), que la diferencia fundamental para discernir el pensar cabalmente filosófico se encuentra en la distancia entre el monólogo y el diálogo, un pensamiento atenido a lo lógico o monológico, o atenido a lo gramatical o cabalmente dialógico. El monólogo es idealista y esencialista, el diálogo es siempre realista y existencial. Sólo el “pensamiento nuevo” puede albergar la esperanza de renovar la filosofía “gramaticalmente”, abandonando el pensar (sólo) lógico. Y “la diferencia entre el pensamiento viejo y el nuevo, entre pensamiento lógico y pensamiento gramatical, dice Rosenzweig, no reside en el tono alto o bajo, sino en necesitar al otro o, lo que es lo mismo, en tomar en serio al tiempo”. Y ése es un guante arrojado al ilustre gremio de los filósofos, que venían filosofando como si el filosofar consistiera en pensar en los elementos del antemundo perenne (los protofenómenos mentales de Dios, hombre y mundo). Siguiendo esa senda del pensar lógico a lo más que se puede llegar, como se llegó y se sigue llegando, es a la filosofía del es; a preguntar qué son las cosas. Y esas inquisiciones dejan en absoluto aislamiento a todas las facticidades o protofenómenos del pensar (Dios, mundo, hombre). Y “piensan” a Dios como solo Dios, al hombre como solo hombre y al mundo como solo mundo. Les falta la correlación; de allá que el pensar nuevo, pensar dialógico o gramatical se presente no como la filosofía del “es” sino la filosofía del “y”. Pensar dialógicamente connota aquí, pues, pensar en la correlación Dios Y Mundo, Dios Y Hombre y Hombre Y Mundo. El pensar filosófico es de cuna pagana (sin significar esto una calificación o descalificación de ningún tipo); y el creer es de cuna teológica judeocristiana. De ahí que el filosofar, desde la matriz pagana, se ha pensado formando un triángulo filosófico con los protofenómenos de los elementos del perpetuo antemundo, dice Rosenzweig, con el aislamiento recíproco de Dios, hombre y mundo, o, dicho como disciplinas del pensar, como teología, antropología y cosmología. Pero dicho triángulo, superponiéndolo, se correlaciona a su vez con otro triángulo invertido, este teológico, donde la correlación entre Dios Y Mundo, forma el teologúmeno Creación; la correlación entre Dios y hombre, se nombra con el teologúmeno Revelación; y la correlación entre hombre y mundo, se designa aquí teológicacmente como Redención. Es así que si se superponen los dos triángulos invertidos queda conformada una nueva figura, la Estrella de David. Y en este camino del pensar dialógico o gramatical (con la gramática de la Creación, de la Revelación y de la Redención), abre un camino para pensar en la eficacia, de todo diálogo, que no necesita recurrir a hiperbólicas poéticas, que nombren lo sagrado, y a sublimados pensamientos que nombren el ser, como postula Heidegger, para pensar filosófica y teológicamente en la eficacia de un diálogo, también entre un japonés y un alemán, o entre quienes quieran se atengan a que la existencialidad del decir el ser temporal es atenerse a sólo dos requisitos: “necesitar del otro para lo más propio, y, lo que es lo mismo, tomar en serio al tiempo”. Alteridad y Temporalidad reales son los dos elementos constitutivos del cabal decir del ser.

Tesis 2: La articulación madurada entre decir, ser y tiempo son en Heidegger el fruto sinérgico de una Ontología Fundamental, que entrelaza metodológicamente, Fenomenología (tras las huellas de Husserl) y Hermenéutica (tras las huellas de Dilthey). El japonés inquiere al filósofo alemán respecto del origen de su ocupación con la “hermenéutica”. Y éste le responde que ya aparece en los borradores de Ser y Tiempo. Pero, veremos, la procedencia se retrotrae ya a sus tempranos estudios juveniles de teología. Y la meditación acerca de habla, ser y tiempo han determinado desde el comienzo el camino del pensar heideggeriano. Y en ellos se encuentra, asimismo, la determinación que proviene de la hermenéutica. En los tempranos años 20 el filósofo friburgués hablaba de “fenomenología hermenéutica” y sus discípulos japoneses no lograban, vueltos a Japón, explicar suficientemente qué significaba eso. Treinta y cinco años después, este renovado diálogo entre un japonés y Heidegger retoma la cuestión de esta “fenomenología hermenéutica”, y qué significa este carácter de “hermenéutica”. “La noción de ´hermenéutica´ me era familiar desde mis estudios de teología, dice Heidegger. En aquella época estaba particularmente involucrado en la cuestión de la relación entre la palabra de la Escritura Sagrada y el pensamiento especulativo de la teología. Era, si usted quiere –añade-, la misma relación, o sea, entre habla y ser, sólo que velada era inaccesible para mí, tanto que en ano busqué por muchos desvíos y extravíos un hilo conductor”. Usted, le dice el japonés, por su procedencia (Herkunft) y sus estudios de teología, tiene un origen muy distinto de aquellos que desde fuera leen alguna cosa para saber lo que pertenece a ese ámbito. Y el filósofo de Friburgo responde: “Sin esta procedencia teológica no hubiera llegado nunca al camino del pensamiento. Pero procedencia también es siempre porvenir (Herkunft bleibt stets Zukunft). “Tal como comenzaste, tal permanecerás”, eran las palabras del poeta Hölderlin evocadas por Heidegger, en este mismo diálogo sobre el habla con el japonés.
Antítesis 2: Así como Heidegger significó una revolución en la metodología fenomenológica inaugurada por su maestro Husserl, donde el añadido de la hermenéutica (de la vida fáctica) y temporalidad o historicidad es de capital importancia, inaugurando con ello una nueva vía fenomenológica, luego, Emmanuel Levinás, pensador judío lituano francés, primero, y Michel Henry, pensador cristiano francés, después, significaron a este respecto una revolución fenomenológica, de significación disruptiva trascendente. Sin salir, respectivamente, de las fuentes judías y cristianas de su pensar, concibieron una obra rigurosamente filosófica y fenomenológica que se desmarcaban tanto de Husserl como de Heidegger. En ambos se trataba de una resignificación de algunas cuestiones nodales del método fenomenológico husserliano, y, mutatis mutandi, heideggeriano: la intencionalidad, la representación, la subjetividad, la objetividad, la manifestación, el decir, la verdad y el ser. Para esta antítesis que atiende a la relación de hablar, ser y temporalidad o historicidad se considerará aquí, particularmente, la obra de Henry Yo soy la verdad –Para una filosofía del cristianismo-. Henry, contundentemente, piensa contra el “giro lingüístico” y el “giro histórico o historicista”, que más o menos veladamente, encarna Heidegger. Y ello en aras de meditar filosóficamente, con rigor, a que “llamaremos ´cristianismo´”, y qué es lo que el cristianismo considera como verdad. Una verdad que propone a los hombres “no como una verdad teórica e indiferente, sino como esa verdad esencial que les conviene en virtud de alguna afinidad misteriosa, hasta el punto de que es la única capaz de asegurar su salvación”.  Por de pronto, ante el concepto de verdad que domina el pensamiento moderno y que determina el mundo en el que vivimos, hay que reconocer aquí –al menos es lo que intenta Henry- “la insólita y escondida verdad propia del cristianismo”. En primer lugar, dice, “la verdad del cristianismo, no tiene nada que ver con la verdad que depende del análisis de los textos o de su estudio histórico”. Y la verdad del cristianismo no se deja reducir a la verdad de la historia. La verdad del cristianismo no se reduce nia que Jesús haya ido de aldea en aldea, suscitando admiración por sus dichos o hechos, ni se reduce a que el mencionado Jesús haya pretendido ser el Mesías, el Hijo de Dios, y como tal, Dios mismo. La verdad del cristianismo, dice Henry, es que aquel que se decía el mesías era verdaderamente Mesías, Cristo, el Hijo de Dios, nacido antes de Abraham y antes de los siglos, portador de la Vida eterna, que él comunica a quien le parece bien. Pero la verdad del cristianismo tampoco se deja reducir al lenguaje. Es más el Nuevo Testamento formula una crítica radical del lenguaje; y ello en virtud de que el lenguaje, el texto, deja fuera de sí la realidad verdadera, hallándose, pues, totalmente impotente respecto a ella, ya se trate de construirla, de modificarla o de destruirla. Y a esta impotencia inherente al lenguaje el Evangelio opone lo único que importa a los ojos del cristianismo, lo Esencial, el poder (ver 1 Cor 4, 20): “Que no está en las palabras el reino de Dios sino en el poder”, dice san Pablo. De aquí se desprende que el lenguaje, por sí sólo, añade Henry, no puede ser más que mentira. Y de ahí también la cólera de Crissto contra los profesionales del lenguaje, aquellos cuyo oficiio consiste en la crítica y el análisis de los textos hasta lo infinito –los escribas y los farieos “¡Raza de víboras! ¡Hipócritas! (Mt 23, 1-36). El lenguaje, el habla dice Heidegger, se ha convertido en el mal universal y hay que ver muy bien por qué. Lo que caracteriza a todo vocablo, acentúa el filósofo francés es s diferencia con la cosa, el hecho de que, en su realidad propia, no contiene nada de la realidad de la cosa. Y esta diferencia con la cosa explica su indiferencia para con la cosa. Y, por ello, el poder del lenguaje sacude la cosa y la retuerce hasta un delirio que todo lo consume, como dice Santiago (3,3): “…un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque. También la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad”. Mal puede así el lenguaje o el habla decir a Dios. En su lábil ambivalencia con el habla bendecimos y maldecimos. De la misma boca proceden bendición y maldición, dice allí Santiago. De lo que se desprende que el lenguaje o el habla, en el fondo, sólo pueden maldecir. El decir no nos permite acceder a la verdad del cristianismo, dice Henry. Una de las afirmaciones más esenciales del cristianismo es que sólo su Verdad, del Cristo que afirma “Soy la Verdad”, puede dar testimonio de sí mismo. Esta Verdad es la única que tiene el poder de revelarse ella misma, es la Verdad de Dios. Es Dios mismo el que se revela, o Cristo con la investidura de Dios. La esencia divina consiste en la Revelación misma como auto-revelación, como revelación de sí, en sí, a partir de sí. Y que la Verdad absoluta, revelándose ella misma, se revele también a aquel a quien le es dado escucharla, es lo que convierte a quien la escucha en hijo de esta Verdad, en hijo de Dios. Las verdades de la historia y del lenguaje, o del habla, son en su impotencia e irrealidad idénticas. Aquí cabe preguntarnos por qué estas dos verdades, no contentas con dejar escapar lo que debería constituir su objeto, dejan escapar igualmente la verdad del evangelio, hasta el pun to de no poder decir una palabra respecto a él. Verdad de la historia, verdad del lenguaje y verdad del cristianismo son tres formas de verdad; pero, ¿por qué la tercera tiene el poder de arrojar a las otras dos en la insignificancia? Aquí, concluye Henry, es donde ha de ser oída la angustiosa pregunta que Pilato dirigía a Cristo, frente al tumulto del populacho excitado por los sacerdotes: “¿Y qué es la verdad?” (Jn 18,30)

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